Por WILLY CASTELLANOS -12 abril, 2021.
En marzo de 1994, a raíz de la exposición The New Generation: Two Decades of Contemporary Cuban Photography from the Island, celebrada en el Richmond Hall de Houston, la crítica Susie Kalil publicó una sugestiva reseña titulada “Socialist Surrealism”, en la que advertía una transformación sustancial en las estrategias creativas de las últimas promociones de fotógrafos cubanos. Acuñadas por las claves de una insólita ambigüedad expresiva y onírica, las imágenes evadían, a todas luces, los temas y la tradición documental de la fotografía cubana, legitimada en los años posteriores al triunfo de los rebeldes en 1959, a través de un arsenal iconográfico abundante en escenas gloriosas, retratos de líderes y grandes concentraciones populares. El giro
crucial que Kalil percibió entonces, fue tal vez el vórtice de una confrontación simbólica
y el surgimiento de un modo de autonomía que, desde finales de los años setenta hasta
nuestros días, ha transformado el perfil de la fotografía de autor en Cuba, desde los
primeros ejercicios iconoclastas surgidos dentro del propio foto-documentalismo y su
tradición, hasta el paroxismo deconstructivo del arte contemporáneo y sus indagaciones
interdisciplinarias, como pudo verse en la exposición Iconocracia: la imagen del poder y
el poder de las imágenes de 2016.
A mediados de los años noventa, la imagen del paisaje social en Cuba —el último refugio
de la utopía mundial del siglo XX—, distaba mucho de parecerse al registro heroico de la
revolución triunfante. Atravesada por las contradicciones políticas y morales tras el
derrumbe del Muro de Berlín, y agobiada por las carencias materiales del llamado
“Período especial en tiempos de paz”, la cotidianidad tejía su propio imaginario y nuevas
narrativas de ese cronotopo del período postsoviético que resumió la coincidencia de un
tiempo y un espacio únicos en el país. Los fotógrafos y fotógrafas de aquellos años
—sobre todo los que deambulaban cámara en mano por las calles del país—
encontraron en el registro de las paradojas y en el absurdo cotidiano, las claves
oportunas para darle “cuerpo e imagen” a una sociedad detenida en el umbral de sus
antagonismos. Y descubrieron en la alegoría y otros acercamientos oblicuos a las
narrativas del status quo, una vía para ejercitar un documentalismo que les permitía
situar nuevos relatos en un dentro-afuera del bloque compacto del imaginario oficial.
Frente a la épica del archivo de los sesenta, estos fotógrafos impusieron el poder
iconoclasta de la metáfora como un modo de sacudirse el peso evidente de la historia. El
ejercicio de “escarbar” en los palimpsestos ocultos de la ciudad y en sus capas
alucinógenas, se convirtió en un modo alternativo de posicionarse, no sólo frente al
tiempo de la historia y la sociedad —con sus causas y sus discursos—, sino en una
relación atemporal con lo arquetípico y en estrecha complicidad con los espacios del
mito, del simulacro, del camuflaje y del carnaval, entendidos como formas liberadoras
del inconsciente colectivo, capaces de provocar una nueva experiencia cognoscitiva.
José Ney Milá (La Habana, 1959), es uno de los creadores más avezados de esta pulsión
creativa, tendencia o cronotopo de lo “surreal” 1 en la fotografía cubana de esos años.
Formado como dibujante arquitectónico, recorrió de forma autodidacta el camino de las
artes plásticas a través de la pintura, la artesanía y el diseño textil. En el taller de su tío
aprendió el arte de pintar con óleos las fotografías (un procedimiento común en los
estudios y laboratorios habaneros de la época), pero, sobre todo, se confabuló con la
alquimia del blanco y negro y los misterios del cuatro oscuro. En los años siguientes,
José Ney desarrolló varios reveladores (bautizados por él como P1, P2 y P3) y otros
agentes químicos (entre ellos, un limpiador de hiposulfito), que años más tarde fueron
patentados en España y comercializados por compañías como Casanova Profesional
(Barcelona) y Jobo.
Un contrato inicial como laboratorista en el periódico Tribuna de la Habana, le abrió las
puertas del fotoperiodismo y la posibilidad de permanecer como fotógrafo-en-staff por
varios años. Pero las imágenes que integran el cuerpo de su proyecto artístico en los
noventa (de las cuales se muestra en este texto, una breve selección), distan mucho del
lenguaje denotativo de la prensa y en general, del espíritu de aquel otro
documentalismo que por esos años terminó imponiéndose como medida de valor
estético y como filosofía del acto de fotografiar. Ellas funcionan más bien como
ejercicios de autorreflexión, o como deconstrucción empírica de la simbología, de los
contenidos y del racionalismo perceptivo de la tradición que le precedió.
En el filme El Tambor de Hojalata (1979) --basado en la novela homónima de Gunter
Grass--, el director Volker Schlöndorff recurre con frecuencia a los efectos del plano en
contrapicada, para adentrar al espectador en el mundo visual del protagonista de la
cinta, Oscar, un chico de tres años. Situando la cámara en un nivel inferior al eje de la
mirada y luego inclinándola en ángulo hacia arriba, el filme reproduce la mirada atónita
del niño ante un mundo que lo supera, no sólo por la escala de sus dimensiones sino por
la incongruencia de los adultos que lo habitan. Pero, ¿que sucede si nos vemos
compulsados por la imagen a mirar hacia abajo, a reinterpretar el mundo —el país, la
sociedad, el modo de vida— prescindiendo de su hemisferio norte, de esa información
que descansa en el ángulo recto de la mirada y que responde a la percepción habitual
de las cosas?
En series como Los románticos ángeles de la tierra (1989-1999), José Ney inclina su
cámara en picada hacia el sujeto, desplazándola en ángulo hacia el hemisferio sur de la
escena, justo ahí donde la mirada converge con la tierra y sus misterios telúricos, en ese
submundo tan peculiar de relaciones y comportamientos que suelen escenificar los pies
y los zapatos (ese otro yo de cada cual) de los transeúntes. Su encuadre incisivo
fragmenta la mirada en primeros planos que suelen reducir al mínimo las marcas del
contexto y su posibilidad de influir en el significado de la imagen. El fotógrafo retrata los
pies de las personas y a través de ellos, documenta esas “otras ciudades”, ese “otro
país” en apariencia invisible: un país reconstruido con las piedras del arquetipo,
recreado en un tiempo impreciso por asociaciones sucesivas de símbolos y de señales de
origen afectivo, animista o antropomórfico, que el espectador debe recomponer en un
ejercicio de complicidad interpretativa.
Desde esta lúdica del ocultar-develar, el fotógrafo revisita las escenas de un país
agobiado por el peso de la representación, y las registra con la aguda inteligencia del
humor, con una lúdica que a un mismo tiempo es ironía y afección, familiaridad
cotidiana y distancia crítica, catarsis en muchos casos pero sobre todo, revelación. José
Ney se “calza los zapatos del otro” y fotografía a “contracorriente”, priorizando una
construcción de la mirada opuesta a las normas del oficio y al carácter declamatorio de
la fotografía del acontecimiento. El archivo de sus derivas reconstruye un perfil del
ciudadano común y del hombre del campo, en un retrato intuitivo que elude las
máscaras sociales que empoderaron a líderes, obreros y campesinos en las grandes
tiradas de la prensa cubana. Sus fotografías re-encantan los espacios sencillos de la
ocurrencia banal, convirtiendo a los pies —considerados por Da Vinci “una pieza
maestra de ingeniería y una obra de arte”—, en protagonistas de la imagen e
interlocutores del inconsciente colectivo. Estos actúan como intermediarios de un
sinnúmero de representaciones —ya sean literarias, mitológicas u oníricas— que cobran
vida a través de analogías y que expresan, en definitiva, las peculiaridades de un tiempo
en el que todos los acosos se resolvían imaginativamente.
Desde este “ardid de la mirada” —como señala la escritora Yanitzia Canetti—, el
fotógrafo puede ilustrar, por ejemplo, el universo infinito de niños y adolescentes, con
su capacidad prodigiosa de inventarse naves de toda índole para descubrir la ciudad; o
las visiones kafkianas en las vitrinas de las tiendas habaneras en la época de la escasez
material, verdaderos dioramas de la voluntad de improvisación del diseñador a cargo. Y
es que la presencia de los pies nos vincula con ese repertorio universal de símbolos
arcaicos presentes en los archivos de tantas culturas. Ellos nos conectan directamente a
la tierra y, de manera inconsciente, al origen de todas las cosas. Varias de las imágenes
se confabulan en este ejercicio de asociaciones atemporales o visiblemente
sincronizadas con el cronotopo del “Período especial”, como aquella que nos muestra
los zapatos de tres trabajadores agrícolas, y que evoca la posibilidad real de calzar unas
pesadas botas a prueba de fango, o de improvisar, a falta de las primeras, unas frágiles
zapatillas de las que usaban las adolescentes el día de su cumpleaños.
Otras fotografías infieren un momento singular en la historia cubana de las últimas
décadas, cuando las prácticas míticas y religiosas comenzaron a manifestarse
nuevamente en los espacios públicos, tras un largo período de frialdad encubierta y
ostracismos evidentes. Son imágenes que nos abren las puertas del continuum de las
intersecciones que se produce entre herencia cultural, tradiciones ancestrales y
sentimiento religioso en Cuba. A este grupo pertenece la fotografía del sujeto descalzo
—un verdadero Gulliver en Liliput, podría decirse—, empinado en un intento por levitar
sobre un pesebre poblado por una legión de figurillas bíblicas que parecen reunirse en
una suerte de sortilegio caótico, imposible de descifrar. O aquella otra que registra en
un plano muy cerrado, una danza ceremonial afrocubana y a su inmutable espectador:
los pies de una mujer calzada con zapatos de bailarina porteña de tango y medias de
chica sexy de los Vaudevilles de los años treinta.
Desde entonces hasta nuestros días, José Ney ha fotografiado con la misma intensidad.
Su larga jornada de flaneur por las calles del mundo lo ha llevado del documento
instantáneo a otras prácticas artísticas como la composición abstracta y la instalación.
Su archivo fotográfico de los noventa se inserta --junto al trabajo de otros artistas de su
generación-- en la historia del arte contemporáneo cubano, y en una de las aventuras
más fascinantes del foto-documentalismo en la isla: la búsqueda de nuevos imaginarios
capaces de sostener visiones heterogéneas de la realidad; o capaces de cuestionar,
desde la vigencia de los pequeños relatos, la percepción de la historia oficial y la
presunta transparencia de sus grandes narrativas.
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1 El término es usado en este texto para describir una sensibilidad narrativa o el espíritu
estético de una zona de la fotografía documental que bien podría entenderse como un
Cronotopo, tal y como lo define Mijail Bajtin desde el estudio de la novela en la literatura.
Según Bajtin, un cronotopo es “una conexión esencial de relaciones temporales y espaciales asimiladas artísticamente (…)”. El tiempo se condensa aquí, se comprime, se convierte en
visible desde el punto de vista artístico; y el espacio, a su vez, se intensifica, penetra en el movimiento del tiempo, del argumento, de la historia. Los elementos del tiempo se revelan
en el espacio, y el espacio es entendido y medido a través del tiempo. La intersección de
las series y uniones de estos elementos constituye la característica del cronotopo artístico”.
Un cronotopo “surreal” cabria añadir, construido desde las manifestaciones del absurdo y
su fenomenología para funcionar como ejercicio autorreflexivo o como deconstrucción
autoral de los simbolismos del Status quo.
Willy Castellanos
Historiador del arte / Curador / Fotógrafo / Co-fundador de Aluna Art Foundation.
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